Ganar las calles
En una de las últimas noches del año pasado, me encontré con Rodrigo Flores quien tenía en sus manos los primeros ejemplares de Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (1971-1983), un trabajo de las ediciones de Punto de partida, de la UNAM, bajo la responsabilidad de Carmina Estrada. Tomé el libro y, al azar, lo abrí en la página 218, donde está "Kentucky", un poema de Alí Calderón. El primer verso dice: "Las luces cambiaron en West Vine y Broadway Street"... West Vine, Broadway Street. En cuanto leí estos referentes, le compartí a Rodrigo mi sorpresa ante ellos. Ponderábamos nuestras propias experiencias al pasar alguna temporada en el extranjero; Rodrigo hablaba de la necesidad de situarse que uno puede experimentar en un país ajeno, donde de algún modo los nombres de las calles pueden adquirir mayor peso en la medida en que permiten recrear un mapa imaginario, esto es, una puerta de acceso; nombres gracias a los cuales uno pueda ir reconciendo los espacios que debe habitar.
Al leer de manera íntegra el libro, los referentes del poema de Alí Calderón volvieron a llamar mi atención. De hecho me interesan con mayor ahínco porque en todo el libro no se mencionan, en general, más sitios concretos. Los nombres de las calles y de las ciudades brillan por su ausencia. Si en la poesía norteamericana, por situar un ejemplo, los nombres de las calles, de los sitios públicos, de los puentes, etc., se han integrado como cuerpos textuales con plena carta de ciudadanía poética, en la poesía que suele escribirse en México impera lo contrario. ¿Es que apuntar, por poner un caso, una calle de la Ciudad de México como referente textual suena a lectura tardía e indigesta de Efraín Huerta? ¿O se trata de que atreverse a nombrar el espacio público rompe nuestro desesperado afán de una "poesía de la transparencia"?
Es curioso. Carmina Estrada reunió a poetas provenientes de distintos sitios de la república y, al menos en un caso (Zaidee Rose Stavely), de E.U.A. Pero la poesía de quienes escriben desde las ciudades del centro, del norte o del sur en general no difiere mucho entre sí. No abogo por una "poética del regionalismo", sencillamente anoto mi sorpresa al ver que los registros, los ritmos, los personajes, el trabajo sonoro, los referentes, etc., de los poemas parecieran flotar carentes de territorio. Un ejemplo: en los poetas que nacieron o han vivido en Ciudad de México, no encuentro la herida textual que podría significar habitar uno de los espacios más complejos del mundo. Y no pienso únicamente en el hecho de que en los textos se mencione explícitamente la ciudad, sus infiernos, sus recovecos, sus fascinaciones o sus texturas inverosímiles, sino al hecho menos inmediato de ver en la materialidad de los lenguajes una respuesta ante los estímulos de un territorio. De una manera también sorprendente, uno podría recordar, por ejemplo, que tras el terremoto de 1985 que devastó a toda la Ciudad de México, la poesía no se alteró. Si existen numerosos poemas que tematizaron, con mayor o menor fortuna, el genocidio de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, lo cierto es que los "hechos" desgarradores no impactaron de forma radical a la poesía que se escribe en este país. A lo más que se llegó fue a ensanchar el catálogo de "lo que se puede hablar", a integrar un repertorio (que, dicho sea de paso, no fue exclusivo de la llamada, con menos claridad que buenas intenciones, "poesía social").
Uno podría suponer que nuestro lenguaje posee todas las cualidades, menos la porosidad. Y lo que en el fondo respira, lanzando una convocatoria tácita, es la necesidad de reconocer tanto silencio. ¿Sobre qué fractura estamos parados, sobre qué cuerda floja jugamos diariamente nuestro papel de equilibiristas que hemos necesitado pactar con el olvido, con un olvido merced al cual la escritura parece "cerrarse sobre sí misma", entregándose a una estabilidad que quizá no es más que el triste anverso de una realidad negada?