domingo, enero 22, 2006

La otra ciudad

Me permito una nota manifiestamente confesional. El sábado por la noche, después de salir del bar "Agave" (debido a un mal tiro de dados), aún no decidía si iba a pasar la noche en Cuernavaca o regresaría a Ciudad de México... Después de las charlas diletantes, después de los encuentros y las dudas, me despedí de una amiga por el parque Revolución, y de ahí caminé hacia la estación de camiones del centro, en una esquina de Mariano Abasolo. Compré el boleto para el último servicio y abrí un libro no tanto con el fin de leer como con la esperanza de distraerme un poco y que el tiempo se hiciera liviano... La estación estaba prácticamente vacía. La única interrupción fue la de un hombre ebrio, acaso de 37 años, al cual no le vendieron el boleto y que se retiró sin mayor problema. Fuera de eso, acompañando el aburrimiento mío y de los empleados, un par de televisores a alto volumen transmitían un partido de futbol al que nadie atendía.
No alcanzo a entender el motivo, pero comencé a impacientarme más de lo debido. Para combatir con la desazón naciente, me paré, estiré las piernas un poco, pero el sonido de la televisión me parecía algo molesto así que decidí salir de la sala de espera y me dirigí a la zona de andenes. Como es de suponer, estaba totalmente desierta. Todos los camiones cerrados y apagados. No vi una sola persona, ni choferes ni algún otro empleado. Los pasillos estaban oscuros, silenciosos, cerrados. En la calle nada se movía, pasaban los minutos y no llegaban más pasajeros, ni el chofer; nadie se aparecía y yo caminaba sin encontrar una mínima señal de movimiento. Tanta quietud me desarmó, comencé a llorar, con un llanto apagado, y aunque intetaba seguir desplazándome, mis movimientos se hacían más torpes, como si el cuerpo cesara su vida y se negara a responder. No sé por qué, pero me cruzó el vago pensamiento de que eso era lo mismo que la muerte, que la muerte eran los camiones apagados, los empleados que estaban desaparecidos, la estación de camiones vacía en una noche de provincia. Que justo en ese instante yo estaba muerto. Todo lo que anhelaba era una señal que me dijera que iba a salir de ahí... Pero lo único que sentía era un vacío, algo que me horrorizaba, como si estuviera habitando un hueco donde nunca jamás iba a suceder nada.
Pronto apareció un empleado que me indicó qué camión era el que saldría y segundos después el chofer abrió, encendió el motor, prendió las luces y, aunque me iba tranquilizando, la sensación de vacío era persistente. No bastó subir al camión, ver a otros pasajeros, escuchar la máquina. Fue hasta que avanzamos que sentí que me iba poniendo a salvo, mientras dejábamos atrás la ciudad. Después de eso, las sensaciones iban a ser justamente las contrarias: una percepción de fuerza, de esperanza. La emoción de ver la mancha en que se traduce la ciudad, la forma en que los árboles y los montes la empiezan a interrumpir hasta hacerla desaparecer, las estrellas que en esas zonas de la carretera se dejan ver, libres de la contaminación lumínica, las vacas caminando, resistentes al frío, y con esa mirada eternamente tranquila y extraviada. Pero antes de todo eso, cuando íbamos entrando en la carretera federal, un sólo recuerdo me permitía ver mi experiencia, delimitarla de algún modo para poder resisitir. Era el siguiente verso de Enrique Lihn. No recuerdo en qué poema viene, tampoco a qué libro pertenece. Me basta únicamente con recordarla y callar, a sabiendas de que pude regresar a esta ciudad, quizá con la exageración a cuestas, pero también sabiendo que en ciertos instantes apenas con la exageración alcanzamos a rozar la realidad:
Creéme que dejé sin tocar esta ciudad
pues tampoco allí estabas (...)

1 Comments:

Blogger nohaypoema said...

ea: jorge: veo con regocijo como tu ciudad tu territorio se habita nuevamente: nuevamente: luces oscuridades: nuevamente: palabras pausas pausas

10:46 a.m.  

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