martes, febrero 14, 2006

Divagaciones a la orilla del columpio

Hace uno o dos años, un editor me pidió un trabajo para una revista que, finalmente, por los comunes avatares del caso, nunca llegó a publicarse. (Y, salvo error, sólo fue leído, más tarde, por A. Tarrab.) Cuando lo escribí, una amiga llamada Bethsabé me sugirió el título siguiente: Divagaciones a la orilla del columpio. Se trata de una referencia personal, sólo comprensible para ella, para Zaira y para mí. Por ser demasiado supersticioso, nunca dedico mis textos a nadie. Pero si mi carácter fuera otro, seguramente las siguiente líneas estarían ofrendadas a ellas dos... Lo que puedo asumir por ahora, es el título que me fue sugerido.
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Aparición limítrofe, testimonio de nuestra pertenencia en el mundo así como de nuestra inexorabilidad y aislamiento, el deseo es la realidad última que nos moldea, toda vez que escapa al juego aristotélico del ser dirimido entre la actualidad y la potencia. Si aparece qua realidad es para socavar los márgenes y los centros de esa misma “realidad” (ahora con las comillas eternas de la reticencia). Se trata de una lectura antitética a lo que Freud llamaba “malestar”, aquello que él mismo leía como fundacional en la cultura: la renuncia instintiva de los sujetos. De ahí que Luis Cernuda pueda hablar de la distancia que existe entre la Realidad y el Deseo; dos presencias, dos personajes que si aspiran a su mutua identificación, también viven en la conciencia de que sólo les es posible comunicarse mediante la tensión y la distancia. Realidad, deseo: dos puntos paralelos en el espacio abierto que no podemos habitar ni abandonar por completo:

(…) el deseo es una pregunta
Cuya respuesta no existe,
Una hoja cuya rama no existe,
Un mundo cuyo cielo no existe.

Cualquiera que sea su forma particular, el deseo termina por ceder ante su anfibología. Posee un núcleo crítico justamente por su indefinición, y porque nos conduce a una epoché sin tregua.

“¿Qué es el deseo?”, “¿Por qué deseo?”, etc. Que este tipo de preguntas resulten improcedentes, es un lugar común que se apoya en el hecho de que en el deseo –o acaso merced a él- sea posible despojarse de las trampas ontológicas que reclaman penetrar hasta la “esencia” de las cosas y ceñirse a su “realización”. De ahí que su verdadero lenguaje siempre sea el de la ondulación y la apertura. En este tenor puede leerse el verso donde Gustaf Sobin nos recuerda que el ser del universo es su devenir, que “su devenir es el aliento del deseo. Y el deseo es perfección”.

Por análoga razón, pero en sentido inverso, es que los periodos más salvajes de la historia –el de los estados autoritarios, el de las guerras o el de la homogénea y aburrida paz- tienden a centralizar el lenguaje del deseo, intentando obligarle a que adopte una forma unívoca, a que cobre un lugar estático dentro del juego de espejos de la totalidad. Por un lado, están todas aquellas prácticas múltiples del biopoder o, en términos de Foucault, la biopolítica (control de natalidad, orientaciones sexuales, regímenes de la alimentación, relaciones clínicas); del otro, se violenta al deseo mediante la esclerosis de su lenguaje: la poesía amatoria se reduce a un océano de clisés; las reivindicaciones sexuales se encuentran burocratizadas (la palabra “placer” no es una forma de habitar el universo o conducir a la liberación de la experiencia, sino un término usurpado entre la “grilla”, el marketing y las magazines rosas); prolifera la monocorde pornografía que, como recordó G. Steiner, no es completamente ajena a las prácticas totalitarias, etcétera.

Uno de los modos de conjurar al deseo no es negar su fragmentación, sino imponerle un equívoco centro que reúna –y, a la postre, neutralice- sus fragmentos. Sin embargo, la fuerza del deseo se mantiene. Ya William Blake lo había vislumbrado mejor que nadie: “Those who restrained desire, do so because theirs is weak enough to be restrained”.

Por su emergencia, el deseo asalta toda identidad; muestra la exterioridad de todo apetito: nunca es de, sino frente a; carece de titular y no objetualiza aquello que es su motivación. No se engañó Lévinas al advertir que el deseo rompe la totalidad y aspira a lo invisible. Mas no se trata de que sea impersonal, pues rompe el anonimato y convoca a la mirada –inventa al cuerpo; mejor: a los cuerpos.

Cuerpo, cuerpos, corporalidad: el deseo nos proyecta –borrando el “nos”. Quiero decir: nos comunica al hacer habitable el mundo, pero a condición de disolver nuestra “realidad” a priori, convirtiéndola en lo irrecuperable por imposible. En ello le va uno de sus rasgos más férreos: abre la mirada en torno de los límites y la ambigüedad de nuestra condición temporal. Todo deseo es un cuestionamiento que termina encarnando múltiples silencios, suspendido sin contestación. Por ello también exige un rebato, una revuelta. Un ejemplo de ello es el planteamiento de Paul Eluard, según el cual en el fondo de toda escritura late le dur désir de durer. Así se descubre su otro punto primordial: en su aparecer, el deseo es sinónimo de la fuerza, a la cual sostiene y desde la cual se impulsa. Esto, dicho sea para concluir, es tanto como afirmar que en el vínculo que media entre lo deseante y lo deseado habita la posibilidad de que comulguen Deseo y Necesidad. En otras palabras: todo deseo le impone intimidad a la muerte. De otro modo, el deseo sucumbe no por la gravedad, sino por la anemia; se reduce a un simple “querer”; renuncia. Pues en la muerte, finalmente, es donde se encuentra la última forma de todos los deseos, donde todos los deseos se disuelven bajo el silencio de la Forma.