Habitaciones
La ciudad cambia, acaso porque es un tejido de abandonos. La vi en la calle, nos sonreimos y comenzamos a platicar. No fue la imantación de los cuerpos lo que me acercó a ella. Hablé porque sabía que eran mis últimas palabras y las calles que iba dejando se borraban, se desprendían de mí. Me concentraba en sus ojos para no ver que se habían ido las jacarandas —ahí donde yo mismo me abandoné, donde vi los edificios y los vientres partidos, donde aprendí a hablar y después luché por el silencio. Ella movía los labios con un ritmo inquietante. Pero a mí me resultó imposible escucharla. Lo que me atravesaba era una ciudad que, en ese instante, moría. Y al hacerlo me dejaba suspendido. "Abandonas el sur, abandonas el verdor, abandonas nuestra decadencia, abandonas tu propia vida." ¿Viste esos cuerpos, Jorge? Caminaban. Se movían. Pedían ser lo que ya eran. Sus ojos te miraban con certeza, porque ya habían dejado de verte. Eras el que se iba. En esas calles. Y te dijiste, como broma, que nunca hubieras creído que fueran tantos los que la muerte arrebatara. Podías jugar sólo porque hay una cicatriz en ti. Le llamabas periferia. Le llamé, sí. Antes de que la ciudad no fuera más que un suplemento ambiguo de 11 rue Larrey. Abierto, cerrado, adentro. No. Más. Nunca. Y ella movió su cabello, que desprendió su aroma porque todo sigue siendo un desprendimento. Después su mano anotó un teléfono y se fue. Los autos se iban. La gente se marchaba. Nada. Más. Nunca más. Sólo la voz incesante que de todo se esquirla. Y el amparo de una frase, hueca, ajena, inexacta, impotente. Una frase, siempre una frase:
Deseoso es aquel que huye de su madre.