lunes, diciembre 10, 2007

Acto de fe

Gracias a que ahora los escritores se forman en la universidad —institución facultada para extender títulos que validan que alguien “conoce la literatura”—, nadie ignora que, en su Poética, Aristóteles emprendió una severa reflexión en torno a los géneros literarios. La crítica actual parece ocuparse menos de este asunto, pero aun así esa preocupación ha persistido. Ejemplo de ello podría ser Anatomía de la crítica, de Northop Fry. La pregunta que cabe plantearse es si el hecho de reconocer de antemano el género al que pertenece determinado texto puede transformar la percepción que tenemos de él. Delimitar las fronteras entre distintos géneros, ¿pertenece a un acto tardío de taxonomía literaria o es, por el contrario, una necesidad capaz de guiar el acto de lectura?

Me considero incapaz de responder la pregunta anterior. Por lo menos, confieso que la formulo en voz alta guiado más por la sorpresa que por el afán de encontrar alguna respuesta. Esta sensación surgió en mí la semana pasada, después de participar en una mesa de “poetas jóvenes”. Como el evento ostentaba el título de “lectura de poesía”, se esperaba de los textos algo que revelara la apariencia formal de un “poema”. De manera evidente, lo que elegí para leer esa noche no correspondía con tal expectativa y, en consecuencia, me preguntaron si yo creía en los géneros.

¿Creer en los géneros? No deja de ser curiosa la manera en que se expresa la interrogante. ¿Los géneros dependen de nuestra voluntad por afirmarlos, reconocerlos e inscribir un texto de acuerdo con las características que asignamos a cada uno de ellos? Entiendo el sentido en que se me hizo el cuestionamiento y considero que, por lo menos desde la segunda mitad del siglo XIX, existe en la poesía un falso prestigio derivado de “la disolución de los géneros”. Al menos es necesario reconocer que ésta se ha vuelto una de tantas muletillas académicas, como lo fue en otra época decir de algún novelista que “era un gran psicólogo”, o de cualquier poeta mediano que “daba continuidad a la tradición”. Para sustentar este clisé, siempre se echó mano de un catálogo que podía incluir a Baudelaire, Joyce, algunas obras de Lezama Lima, Lewis Carrol o cualquier funcionario-poeta de paso. Lo mismo podía hablarse de Nadja que de Palinuro. No obstante, en esta suposición residía —debería decir: reside— un prejuicio crucial. Quiero decir: al pretender que cierta obra —por ejemplo, Galaxias, de Haroldo de Campos— difumina los géneros de la poesía, en realidad se opera una preconcepción de lo que la poesía es. Esto es: se pone en juego una perspectiva esencialista de los textos, sin reconocer que las categorías que sirven para agruparlos son constructos posteriores, cuyos lindes carecen de cualquier objetividad. Se trata de un problema de legitimación de convenciones, pero queda encubierto bajo la apariencia de naturalidad (los géneros están ahí, por siempre y desde siempre; nadie en su sano juicio puede confundir un ensayo con un poema, un cuento con una obra de teatro ni un aforismo con una novela).

Lejos de mi pretensión suponer que en nada importa este juego de identificación genérica frente a una obra. Lo único que deseo señalar es que hay un vacío performativo en la definición de los géneros literarios, lo cual obliga a asumir una perspectiva circular. Y al pensar en esto, considero que la pregunta que se me hizo es exacta: “¿Creemos en los géneros?” …Así es, nuestra necesidad por las definiciones, en el fondo, es un asunto de fe, afirmación, incluso de voluntad. Después de todo, la literatura es un trompe l´oeil. Teatro de signos. Retablo de guiños. De este lado de la frontera, “nuestro conocimiento”: como sucede con las matrioshkas rusas, necesitamos que toda experiencia de escritura pueda ser absorbida en el seno de nuestra convención.

Todos hemos leído alguna vez cómo Artaud compara su libro con un témpano atorado en la garganta y cómo ve a su obra como un asunto de asfixia, baba escurriendo, esquirlas... ¿Cabe colegir, de lo anterior, que nosotros nos situamos desde el punto opuesto, a saber: que escribimos por un poco de afirmación, un poco de insistencia en nuestra ansiedad por las pautas generales de lectura? ¿Escribimos para nutrir nuestra sed de definiciones?

lunes, diciembre 03, 2007

Discursos velados

Ayer, en la noche, fui con Columba a ver el documental de Mandoki, pero en realidad no hablaré sobre eso; tampoco sobre la sala vacía, literalmente vacía, sino sobre la figura central de la pantalla: la posibilidad del personaje y un rasgo de su lenguaje.

Si López Obrador llegó a ser una figura tan importante en el presente de México es porque ha estado consciente de que este país no sigue un "programa político" , ni es guiado a través de determinado cauce ideológico. Su lenguaje ha tenido la virtud de comprender que esta sociedad se mueve a causa de algo más soterrado. El año pasado, en las urnas no se expresaron "dos proyectos de nación", como quiere el maniqueísmo habitual. Lo que se depositó fue un amasijo de simpatías y discordias, nudos de miedo, pánico ante la posibilidad de perder lo que no se tiene, brotes espontáneos, reacciones ante lo inasible de "la realidad", esperanzas elevadas al rango de tic nacional, deseos contradictorios... Al margen de su voluntad, López Obrador entendió, acaso intuyó, que no era una visión democrática lo que realmente podría impulsarlo, por más que en eso tuviera que fundamentarse su alegato. Resultaban más determinantes ciertas tradiciones silenciosas del país, aunadas a los resortes de la irracionalidad. De ahí que la construcción de su legitimidad no se enfocara tanto en la construcción de los consensos como en la exaltación de la sensiblería y las pasiones gregarias. En este sentido —cómo su discurso expreso recogía energías históricas que no cobraban forma a partir del lenguaje—, la lucidez política del personaje me parece incuestionable. Pero es necesario pagarle con la misma moneda: uno no debe "analizar" sus discursos, sino escucharlos, no a partir de lo que manifiestan, sino por lo que dejan fuera. Esto es de particular relevancia en un país que apenas ha podido conocer dos o tres segundos de respiro en medio de constantes temblores.

Lo que en el fondo me interesa señalar es que las batallas no pueden leerse por completo a partir de la sintaxis que las encubren. La historia es, también, un territorio desierto, donde pocas cosas son más pesadas que el silencio.