domingo, enero 29, 2006

Ganar las calles

En una de las últimas noches del año pasado, me encontré con Rodrigo Flores quien tenía en sus manos los primeros ejemplares de Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (1971-1983), un trabajo de las ediciones de Punto de partida, de la UNAM, bajo la responsabilidad de Carmina Estrada. Tomé el libro y, al azar, lo abrí en la página 218, donde está "Kentucky", un poema de Alí Calderón. El primer verso dice: "Las luces cambiaron en West Vine y Broadway Street"... West Vine, Broadway Street. En cuanto leí estos referentes, le compartí a Rodrigo mi sorpresa ante ellos. Ponderábamos nuestras propias experiencias al pasar alguna temporada en el extranjero; Rodrigo hablaba de la necesidad de situarse que uno puede experimentar en un país ajeno, donde de algún modo los nombres de las calles pueden adquirir mayor peso en la medida en que permiten recrear un mapa imaginario, esto es, una puerta de acceso; nombres gracias a los cuales uno pueda ir reconciendo los espacios que debe habitar.
Al leer de manera íntegra el libro, los referentes del poema de Alí Calderón volvieron a llamar mi atención. De hecho me interesan con mayor ahínco porque en todo el libro no se mencionan, en general, más sitios concretos. Los nombres de las calles y de las ciudades brillan por su ausencia. Si en la poesía norteamericana, por situar un ejemplo, los nombres de las calles, de los sitios públicos, de los puentes, etc., se han integrado como cuerpos textuales con plena carta de ciudadanía poética, en la poesía que suele escribirse en México impera lo contrario. ¿Es que apuntar, por poner un caso, una calle de la Ciudad de México como referente textual suena a lectura tardía e indigesta de Efraín Huerta? ¿O se trata de que atreverse a nombrar el espacio público rompe nuestro desesperado afán de una "poesía de la transparencia"?
Es curioso. Carmina Estrada reunió a poetas provenientes de distintos sitios de la república y, al menos en un caso (Zaidee Rose Stavely), de E.U.A. Pero la poesía de quienes escriben desde las ciudades del centro, del norte o del sur en general no difiere mucho entre sí. No abogo por una "poética del regionalismo", sencillamente anoto mi sorpresa al ver que los registros, los ritmos, los personajes, el trabajo sonoro, los referentes, etc., de los poemas parecieran flotar carentes de territorio. Un ejemplo: en los poetas que nacieron o han vivido en Ciudad de México, no encuentro la herida textual que podría significar habitar uno de los espacios más complejos del mundo. Y no pienso únicamente en el hecho de que en los textos se mencione explícitamente la ciudad, sus infiernos, sus recovecos, sus fascinaciones o sus texturas inverosímiles, sino al hecho menos inmediato de ver en la materialidad de los lenguajes una respuesta ante los estímulos de un territorio. De una manera también sorprendente, uno podría recordar, por ejemplo, que tras el terremoto de 1985 que devastó a toda la Ciudad de México, la poesía no se alteró. Si existen numerosos poemas que tematizaron, con mayor o menor fortuna, el genocidio de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, lo cierto es que los "hechos" desgarradores no impactaron de forma radical a la poesía que se escribe en este país. A lo más que se llegó fue a ensanchar el catálogo de "lo que se puede hablar", a integrar un repertorio (que, dicho sea de paso, no fue exclusivo de la llamada, con menos claridad que buenas intenciones, "poesía social").
Uno podría suponer que nuestro lenguaje posee todas las cualidades, menos la porosidad. Y lo que en el fondo respira, lanzando una convocatoria tácita, es la necesidad de reconocer tanto silencio. ¿Sobre qué fractura estamos parados, sobre qué cuerda floja jugamos diariamente nuestro papel de equilibiristas que hemos necesitado pactar con el olvido, con un olvido merced al cual la escritura parece "cerrarse sobre sí misma", entregándose a una estabilidad que quizá no es más que el triste anverso de una realidad negada?

domingo, enero 22, 2006

Ya llegó el que andaba ausente...

Vuelvo después de los silencios. Agradezco mucho la paciencia de quienes esperaron, y aún más de todos aquellos que de algún modo mostraron su interés por estas notas divagantes. Saben uds. que la distancia me era necesaria, saben uds. de los viajes, de X., de Ella y que, por las navidades, la piel se me puso verde y tuve que... Ahora retorno, esperando seguir dialogando con uds. Gracias.

La otra ciudad

Me permito una nota manifiestamente confesional. El sábado por la noche, después de salir del bar "Agave" (debido a un mal tiro de dados), aún no decidía si iba a pasar la noche en Cuernavaca o regresaría a Ciudad de México... Después de las charlas diletantes, después de los encuentros y las dudas, me despedí de una amiga por el parque Revolución, y de ahí caminé hacia la estación de camiones del centro, en una esquina de Mariano Abasolo. Compré el boleto para el último servicio y abrí un libro no tanto con el fin de leer como con la esperanza de distraerme un poco y que el tiempo se hiciera liviano... La estación estaba prácticamente vacía. La única interrupción fue la de un hombre ebrio, acaso de 37 años, al cual no le vendieron el boleto y que se retiró sin mayor problema. Fuera de eso, acompañando el aburrimiento mío y de los empleados, un par de televisores a alto volumen transmitían un partido de futbol al que nadie atendía.
No alcanzo a entender el motivo, pero comencé a impacientarme más de lo debido. Para combatir con la desazón naciente, me paré, estiré las piernas un poco, pero el sonido de la televisión me parecía algo molesto así que decidí salir de la sala de espera y me dirigí a la zona de andenes. Como es de suponer, estaba totalmente desierta. Todos los camiones cerrados y apagados. No vi una sola persona, ni choferes ni algún otro empleado. Los pasillos estaban oscuros, silenciosos, cerrados. En la calle nada se movía, pasaban los minutos y no llegaban más pasajeros, ni el chofer; nadie se aparecía y yo caminaba sin encontrar una mínima señal de movimiento. Tanta quietud me desarmó, comencé a llorar, con un llanto apagado, y aunque intetaba seguir desplazándome, mis movimientos se hacían más torpes, como si el cuerpo cesara su vida y se negara a responder. No sé por qué, pero me cruzó el vago pensamiento de que eso era lo mismo que la muerte, que la muerte eran los camiones apagados, los empleados que estaban desaparecidos, la estación de camiones vacía en una noche de provincia. Que justo en ese instante yo estaba muerto. Todo lo que anhelaba era una señal que me dijera que iba a salir de ahí... Pero lo único que sentía era un vacío, algo que me horrorizaba, como si estuviera habitando un hueco donde nunca jamás iba a suceder nada.
Pronto apareció un empleado que me indicó qué camión era el que saldría y segundos después el chofer abrió, encendió el motor, prendió las luces y, aunque me iba tranquilizando, la sensación de vacío era persistente. No bastó subir al camión, ver a otros pasajeros, escuchar la máquina. Fue hasta que avanzamos que sentí que me iba poniendo a salvo, mientras dejábamos atrás la ciudad. Después de eso, las sensaciones iban a ser justamente las contrarias: una percepción de fuerza, de esperanza. La emoción de ver la mancha en que se traduce la ciudad, la forma en que los árboles y los montes la empiezan a interrumpir hasta hacerla desaparecer, las estrellas que en esas zonas de la carretera se dejan ver, libres de la contaminación lumínica, las vacas caminando, resistentes al frío, y con esa mirada eternamente tranquila y extraviada. Pero antes de todo eso, cuando íbamos entrando en la carretera federal, un sólo recuerdo me permitía ver mi experiencia, delimitarla de algún modo para poder resisitir. Era el siguiente verso de Enrique Lihn. No recuerdo en qué poema viene, tampoco a qué libro pertenece. Me basta únicamente con recordarla y callar, a sabiendas de que pude regresar a esta ciudad, quizá con la exageración a cuestas, pero también sabiendo que en ciertos instantes apenas con la exageración alcanzamos a rozar la realidad:
Creéme que dejé sin tocar esta ciudad
pues tampoco allí estabas (...)